jueves, 2 de julio de 2015

El Vendedor de Lluvias

El vendedor de lluvias
Por: Hector Hidalgo


La   tienda   se   encontraba   al   fondo   de   una   calle   serpenteante 
  escondida  y  sin  salida  ubicada  en  la  zona  vieja  de  la  ciudad.  Era 
uno  de  esos  lugares  que  sin  buscarse  se  encuentran  y  cuando 
aparecen, así, tan inesperadamente, se adueñan de la situación como si 
siempre hubieran estado entre nuestras preocupaciones.
En la vitrina había una gruesa pátina de polvo color ladrillo molido que 
también se pegaba en los frascos que exhibían una curiosa mercancía, y 
para qué decir al interior de la tienda; parecía que por allí había pasado 
una tormenta de arena como esas fabulosas del desierto del Sahara.
Antes  de  entrar  me  volví  a  fijar  en  la  frasquería  de  la  vitrina:  ¿Qué 
podría  significar  esa  extraña  cantidad  de  frascos  cubiertos  con  polvo 
viejo? ¿Por qué tenían esas etiquetitas escritas a mano y en su interior, 
brumas   azules,   verdes,   amarillas,   rojas?   ¿Por   qué   esas   brumas   se 
desplazaban  como  si  lo  hicieran  de  acuerdo  a  la  acción  de  minúsculos 
vientos invisibles? Los frascos estaban llenos y sellados, a excepción de uno que se encontraba abierto y con su tapa en el piso de la vitrina. Muy 
cerca del frasco vacío había un letrero donde se podía leer: “Vendo todo 
tipo de lluvias”.
En el interior de la tienda vi a un anciano sonriente, envuelto en un largo 
abrigo oscuro y con una bufanda enrollada hasta las orejas.
—¿Es  verdad  que  vende  lluvias?  —dije  como  saludo,  incrédulo.  Pero 
también pensando en mi pueblo que sufría una sequía de meses.
—Lo estaba esperando. Como ya es tarde, después de atenderlo a usted, 
cerraré.  ¿Cuánta  lluvia  necesita?  Dígamelo  de  una  vez,  que  para  eso  se 
requiere hacer un trabajo muy especial.
El  cielo  estaba  arrebolado,  con  los  tintes  rojizos  propios  del  atardecer 
y  se  apreciaba  prácticamente  despejado,  como  hacía  tanto  tiempo 
en  todos  estos  lugares  y  también  en  mi  pueblo.  “¿Esperando?”,  pensé. 
 “¿De dónde, si ni siquiera tenía la intención de llegar a este callejón sin 
salida?” Pero como creo en los momentos mágicos, en esos instantes que 
surgen inesperadamente y que generan territorios nuevos por explorar, 
le respondí como si estuviera diciendo la cosa más natural del mundo:
—Necesito suficiente lluvia como para apagar la sed de mi pueblo, de los 
animales, de las plantas, en fin, de la gente…
—Sí. Ya lo sé. Todos andan en lo mismo. No se imagina cuánto trabajo he 
tenido últimamente.
El  anciano  se  desprendió  del  abrigo  y  de  la  bufanda  ¡y  me  pareció  tan 
delgado  y  con  tantos  años  a  cuestas!  Enseguida  se  restregó  los  dedos  e 
hizo un gesto como si hubiera pronunciado: “¡Manos a la obra!”
Yo  abrí  tamaños  ojos  cuando  vi  que  tomó  una  gran  caja  y  abriendo  la 
puerta interior de la vitrina que daba a la calle, comenzó a tomar algunos
Mi pregunta debió haberle sonado tan estúpida, pero quise asegurarme; 
es que estaba tan entusiasmado con todo eso de los vientos y las nubes. 
El anciano sonrió mientras echaba los frascos en la caja y me pasaba la 
boleta de pago.
—¿Qué  más?  —repitió  mi  tonta  pregunta—,  un  paraguas,  pues  lo 
necesitará  muy  pronto.  Ah,  se  me  olvidaba.  Destape  los  frascos  en  el 
cerro más alto de su pueblo y después… a esperar los resultados.
Cuando en el cielo ya aparecían las primeras estrellas, salí de la tienda 
cargando una enorme caja. Tenía que apresurarme para tomar el último 
bus  que  me  llevaría  a  mi  pueblo.  Mientras,  sentía  en  mi  pecho  un 
arrobamiento como los que experimenté siendo niño, cuando apresuré 
el sueño para despertar con la Navidad a la mañana siguiente, o cuando 
me  instalé  en  el  tren  que  me  llevaría  por  primera  vez  a  ver  el  mar,  o 
cuando  llegó  mi  padre  con  una  canasta  repleta  con  frutas,  y,  además, 
 todos esos otros “cuandos” que guardaba en mi alma como el mejor de 
los tesoros.
De  pronto,  no  sé  por  qué  se  me  ocurrió  mirar  hacía  la  tienda  y  juraría 
que un vapor azulino se metía en el frasco vacío, ese que estaba olvidado 
en un rincón de la vitrina, muy cerca de donde se encontraba el letrero 
que anunciaba la venta de lluvias.

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