sábado, 20 de junio de 2015

Cuentos Para Niños: El Patito Feo

El Patito Feo
Por: Hans Christian Andersen

Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo
estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya,
quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña,
con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le
enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y
entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la
campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada
de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas
trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar
de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que
parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa,
sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues
¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!
Los demás patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a
hacerle compañía y charlar un rato.
Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!»,
decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos
asomaban la cabecita por la cáscara rota.
- ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora
tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.
- ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andáis
muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro
lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado
allí. ¿Estáis todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no los tengo
todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya
estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venía de
visita.
- ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No
quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se
parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
- Déjame ver el huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Créeme,
esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé
muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude
con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí,
es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.
- Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-. ¡Tanto tiempo he
estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco!
- ¡Cómo quieras! -contestó la otra, despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la
cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:
- Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ¿será
un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga
que zambullirse a trompazos.
El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas
de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se
- ¡cuac, cuac! - gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos
lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es
bueno para los ojos.
- ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora
tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.
- ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andáis
muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro
lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado
allí. ¿Estáis todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no los tengo
todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya
estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venía de
visita.
- ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No
quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se
parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
- Déjame ver el huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Créeme,
esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé
muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude
con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí,
es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.
- Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-. ¡Tanto tiempo he
estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco!
- ¡Cómo quieras! -contestó la otra, despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la
cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:
- Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ¿será
un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga
que zambullirse a trompazos.
El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas
de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron
zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida
volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas
se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo
gordote y feo.
- Pues no es pavo -dijo la madre-. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y
qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira,
no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré
el gran mundo, os presentaré a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi
lado, no fuese que alguien os atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo
espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin
fue el gato quien se quedó con ella.
- ¿Veis? Así va el mundo -dijo la gansa madre, afilándose el pico,
pues también ella hubiera querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas!
y a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de
allí; es el más ilustre de todos los presentes; es de raza española, por eso
está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor
distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para
que todos lo reconozcan, personas y animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis
los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas
esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y
decir: «¡cuac!».
Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los
miraban, diciendo en voz alta:
- ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes!
Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y
enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
- ¡Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie.
Sí, pero es gordote y extraño -replicó el agresor-; habrá que
sacudirlo.
- Tiene usted unos hijos muy guapos, señora -dijo el viejo de la pata
vendada-. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría
que pudiese retocarlo.
- No puede ser, Señoría -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso,
pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que
mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá
volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado
robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -.
Además, es macho -prosiguió-, así que no importa gran cosa. Estoy segura
de que será fuerte y se despabilará.
- Los demás polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-.
Considérese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el
favor de traérmela.
Y de este modo tomaron posesión de la casa.
El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el
blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas.
«¡Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo
con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda
vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre
animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y
porque era la chacota de todo el corral.
Así transcurrió el primer día; pero en los sucesivos las cosas se
pusieron aún peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo
trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: - ¡Así te pescara el gato,
bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos
lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de
repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.
Al fin huyó, saltando la cerca; los pajarillos de la maleza se echaron
a volar, asustados. «¡Huyen porque soy feo!», dijo el pato, y, cerrando los
ojos, siguió corriendo a ciegas. Así llegó hasta el gran pantano, donde
habitaban los patos salvajes; cansado y dolorido, pasó allí la noche.
Por la mañana, los patos salvajes, al levantar el vuelo, vieron a su
nuevo campañero: - ¿Quién eres? -le preguntaron, y el patito, volviéndose
en todas direcciones, los saludó a todos lo mejor que supo.
- ¡Eres un espantajo! -exclamaron los patos-. Pero no nos importa,
con tal que no te cases en nuestra familia -. ¡El infeliz! Lo último que
pensaba era en casarse, dábase por muy satisfecho con que le permitiesen
echarse en el cañaveral y beber un poco de agua del pantano.
Así transcurrieron dos días, al cabo de los cuales se presentaron dos
gansos salvajes, machos los dos, para ser más precisos. No hacía mucho
que habían salido del cascarón; por eso eran tan impertinentes.
- Oye, compadre -le dijeron-, eres tan feo que te encontramos
simpático. ¿Quieres venirte con nosotros y emigrar? Cerca de aquí, en otro
pantano, viven unas gansas salvajes muy amables, todas solteras, y saben
decir «¡cuac!». A lo mejor tienes éxito, aun siendo tan feo.
¡Pim, pam!, se oyeron dos estampidos: los dos machos cayeron
muertos en el cañaveral, y el agua se tiñó de sangre. ¡Pim, pam!, volvió
a retumbar, y grandes bandadas de gansos salvajes alzaron el vuelo de
entre la maleza, mientras se repetían los disparos. Era una gran cacería;
los cazadores rodeaban el cañaveral, y algunos aparecían sentados
en las ramas de los árboles que lo dominaban; se formaban nubecillas
azuladas por entre el espesor del ramaje, cerniéndose por encima del
agua, mientras los perros nadaban en el pantano, ¡Plas, plas!, y juncos y
cañas se inclinaban de todos lados. ¡Qué susto para el pobre patito! Inclinó
la cabeza para meterla bajo el ala, y en aquel mismo momento vio junto
a sí un horrible perrazo con medio palmo de lengua fuera y una expresión atroz en los ojos. Alargó el hocico hacia el patito, le enseñó los agudos
dientes y, ¡plas, plas! se alejó sin cogerlo.
- ¡Loado sea Dios! -suspiró el pato-. ¡Soy tan feo que ni el perro quiso
morderme!
Y se estuvo muy quietecito, mientras los perdigones silbaban por
entre las cañas y seguían sonando los disparos.
Hasta muy avanzado el día no se restableció la calma; mas el
pobre seguía sin atreverse a salir. Esperó aún algunas horas: luego echó
un vistazo a su alrededor y escapó del pantano a toda la velocidad que
le permitieron sus patas. Corrió a través de campos y prados, bajo una
tempestad que le hacía muy difícil la huida.
Al anochecer llegó a una pequeña choza de campesinos; estaba
tan ruinosa, que no sabía de qué lado caer, y por eso se sostenía en pie. El
viento soplaba con tal fuerza contra el patito, que éste tuvo que sentarse
sobre la cola para afianzarse y no ser arrastrado. La tormenta arreciaba
más y más. Al fin, observó que la puerta se había salido de uno de los
goznes y dejaba espacio para colarse en el interior; y esto es lo que hizo.
Vivía en la choza una vieja con su gato y su gallina. El gato, al que
llamaba «hijito», sabía arquear el lomo y ronronear, e incluso desprendía
chispas si se le frotaba a contrapelo. La gallina tenía las patas muy cortas,
y por eso la vieja la llamaba «tortita pati¬corta»; pero era muy buena
ponedora, y su dueña la quería como a una hija.
Por la mañana se dieron cuenta de que había llegado un forastero, y
el gato empezó a ronronear, y la gallina, a cloquear.
- ¿Qué pasa? -dijo la vieja mirando a su alrededor. Como no veía
bien, creyó que era un ganso cebado que se habría extraviado-. ¡No se
cazan todos los días! -exclamó-. Ahora tendré huevos de pato. ¡Con tal que
no sea un macho! Habrá que probarlo.
Y puso al patito a prueba por espacio de tres semanas; pero no
salieron huevos. El gato era el mandamás de la casa, y la gallina, la señora,
y los dos repetían continuamente: - ¡Nosotros y el mundo! - convencidos de
que ellos eran la mitad del universo, y aún la mejor. El patito pensaba que
podía opinarse de otro modo, pero la gallina no le dejaba hablar.
- ¿Sabes poner huevos? -le preguntó.
- No.
- ¡Entonces cierra el pico!
Y el gato:
- ¿Sabes doblar el espinazo y ronronear y echar chispas?
- No.
- Entonces no puedes opinar cuando hablan personas de talento.
El patito fue a acurrucarse en un rincón, malhumorado. De pronto
acordóse del aire libre y de la luz del sol, y le entraron tales deseos de irse a
nadar al agua, que no pudo reprimirse y se lo dijo a la gallina.
- ¿Qué mosca te ha picado? -le replicó ésta-. Como no tienes
ninguna ocupación, te entran estos antojos. ¡Pon huevos o ronronea, verás
como se te pasan!
- ¡Pero es tan hermoso nadar! -insistió el patito-. ¡Da tanto gusto
zambullirse de cabeza hasta tocar el fondo!
- ¡Hay gustos que merecen palos! -respondió la gallina-. Creo que
has perdido la chaveta. Pregunta al gato, que es la persona más sabia que
conozco, si le gusta nadar o zambullirse en el agua. Y ya no hablo de mí.
Pregúntalo si quieres a la dueña, la vieja; en el mundo entero no hay nadie
más inteligente. ¿Crees que le apetece nadar y meterse en el agua?
- ¡No me comprendéis! -suspiró el patito.
¿Qué no te comprendemos? ¿Quién lo hará, entonces? No
pretenderás ser más listo que el gato y la mujer, ¡y no hablemos ya de
mí! No tengas esos humos, criatura, y da gracias al Creador por las cosas
buenas que te ha dado. ¿No vives en una habitación bien calentita, en
compañía de quien puede enseñarte mucho? Pero eres un charlatán
y no da gusto tratar contigo. Créeme, es por tu bien que te digo cosas
desagradables; ahí se conoce a los verdaderos amigos. Procura poner
huevos o ronronear, o aprende a despedir chispas.
- Creo que me marcharé por esos mundos de Dios -dijo el patito.
- Es lo mejor que puedes hacer -respondiole la gallina.
Y el patito se marchó; se fue al agua, a nadar y zambullirse, pero,
todos los animales lo despreciaban por su fealdad.
Llegó el otoño: en el bosque, las hojas se volvieron amarillas y
pardas, y el viento las arrancaba y arremolinaba, mientras el aire iba
enfriándose por momentos; cerníanse las nubes, llenas de granizo y nieve,
y un cuervo, posado en la valla, gritaba: «¡au, au!»,. de puro frío. Sólo de
pensarlo le entran a uno escalofríos. El pobre patito lo pasaba muy mal,
realmente.
Un atardecer, cuando el sol se ponía ya, llegó toda una bandada
de grandes y magníficas aves, que salieron de entre los matorrales; nunca
había visto nuestro pato aves tan espléndidas. Su blancura deslumbraba y
tenían largos y flexibles cuellos; eran cisnes. Su chillido era extraordinario,
y, desplegando las largas alas majestuosas, emprendieron el vuelo,
marchándose de aquellas tierras frías hacia otras más cálidas y hacia
lagos despejados. Eleváronse a gran altura, y el feo patito experimentó
una sensación extraña; giró en el agua como una rueda, y, alargando el
cuello hacia ellas, soltó un grito tan fuerte y raro, que él mismo se asustó.
¡Ay!, no podía olvidar aquellas aves hermosas y felices, y en cuanto dejó
de verlas, se hundió hasta el fondo del pantano. Al volver a la superficie
estaba como fuera de sí. Ignoraba su nombre y hacia donde se dirigían,
y, no, obstante, sentía un gran afecto por ellas, como no lo había sentido,
por nadie. No las envidiaba. ¡Cómo se le hubiera podido ocurrir el deseo
de ser como ellas! Habríase dado por muy satisfecho con que lo hubiesen
tolerado los patos, ¡pobrecillo!, feo como era.
Era invierno, y el frío arreciaba; el patito se veía forzado a nadar
sin descanso para no entumecerse; mas, por la noche, el agujero en que
flotaba se reducía progresivamente. Helaba tanto, que se podía oír el
crujido del hielo; el animalito tenía que estar moviendo constantemente
las patas para impedir que se cerrase el agua, hasta que lo rindió el
cansancio, y, al quedarse quieto, lo aprisionó el hielo.
Por la mañana llegó un campesino, y, al darse cuenta de lo ocurrido,
rompió el hielo con un zueco y, cogiendo el patito, lo llevó a su mujer. En la
casa se reanimó el animal.
Los niños querían jugar con él, pero el patito, creyendo que iban a
maltratarlo, saltó asustado en medio de la lechera, salpicando de leche
toda la habitación. La mujer se puso a gritar y a agitar las manos, con lo
que el ave se metió de un salto en la mantequera, y, de ella, en el jarro de la
leche ¡y yo qué sé dónde! ¡Qué confusión! La mujer lo perseguía gritando
y blandiendo las tenazas; los chiquillos corrían, saltando por encima de
los trastos, para cazarlo, entre risas y barullo. Suerte que la puerta estaba
abierta y pudo refugiarse entre las ramas, en la nieve recién caída. Allí se
quedó, rendido.
Sería demasiado triste narrar todas las privaciones y la miseria que
hubo de sufrir nuestro patito durante aquel duro invierno.
Lo pasó en el pantano, entre las cañas, y allí lo encontró el sol
cuando volvió el buen tiempo. Las alondras cantaban, y despertó,
espléndida, la primavera.
Entonces el patito pudo batir de nuevo las alas, que zumbaron
con mayor intensidad que antes y lo sostuvieron con más fuerza; y antes
de que pudiera darse cuenta, encontrose en un gran jardín, donde los manzanos estaban en flor, y las fragantes lilas curvaban sus largas ramas
verdes sobre los tortuosos canales. ¡Oh, aquello sí que era hermoso, con
el frescor de la primavera! De entre las matas salieron en aquel momento
tres preciosos cisnes aleteando y flotando levemente en el agua. El patito
reconoció a aquellas bellas aves y se sintió acometido de una extraña
tristeza.
- ¡Quiero irme con ellos, volar al lado de esas aves espléndidas! Me
matarán a picotazos por mi osadía: feo como soy, no debería acercarme
a ellos. Pero iré, pase lo que pase. Mejor ser muerto por ellos que verme
vejado por los patos, aporreado por los pollos, rechazado por la criada
del corral y verme obligado a sufrir privaciones en invierno-. Con un par
de aletazos se posó en el agua, y nadó hacia los hermosos cisnes. Éstos
al verle, corrieron a su encuentro con gran ruido de plumas. - ¡Matadme!
-gritó el animalito, agachando la cabeza y aguardando el golpe fatal.
Pero, ¿qué es lo que vio reflejado en la límpida agua? Era su propia
imagen; vio que no era un ave desgarbado, torpe y de color negruzco, fea y
repelente, sino un cisne como aquéllos.
¡Qué importa haber nacido en un corral de patos, cuando se ha
salido de un huevo de cisne!
Entonces recordó con gozo todas las penalidades y privaciones
pasadas; sólo ahora comprendía su felicidad, ante la magnificencia que lo
rodeaba.
Los cisnes mayores describían círculos a su alrededor, acariciándolo
con el pico.
Presentáronse luego en el jardín varios niños, que echaron al agua
pan y grano, y el más pequeño gritó:
- ¡Hay uno nuevo!
Y sus compañeros, alborozados, exclamaron también, haciéndole
coro:
- ¡Sí, ha venido uno nuevo!
Y todo fueron aplausos, y bailes, y brincos; y corriendo luego al
encuentro de sus padres, volvieron a poco con pan y bollos, que echaron al
agua, mientras exclamaban:
- El nuevo es el más bonito; ¡tan joven y precioso! -. Y los cisnes
mayores se inclinaron ante él.
Pero él se sentía avergonzado, y ocultó la cabeza bajo el ala; no
sabía qué hacer, ¡era tan feliz!, pero ni pizca de orgulloso. Recordaba las
vejaciones y persecuciones de que había sido objeto, y he aquí que ahora
decían que era la más hermosa entre las aves hermosas del mundo. Hasta
las lilas bajaron sus ramas a su encuentro, y el sol brilló, tibio y suave.
Crujieron entonces sus plumas, irguiose su esbelto cuello y, rebosante el
corazón, exclamó:
- ¡Cómo podía soñar tanta felicidad, cuando no era más que un
patito feo!.

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