sábado, 20 de junio de 2015

Cuentos Para Niños: El Pájaro Grifo

El Pájaro Grifo
Por: Jacobo y Guillermo Grimm

Hubo una vez un rey muy poderoso, pero hace ya tanto tiempo, que
no se sabe en qué parte del mundo reinaba ni cuál era su nombre. Sábese,
en cambio, que tenía una hija, y que ésta era tan enfermiza, que sólo en
contadas oportunidades salía de sus habitaciones, en las que permanecía
por lo general postrada en un sillón.
En vano se habían afanado por curarla los más reputados médicos
de la corte; cuanto intentaron resultó inútil.
Cierta mañana, presentóse ante el monarca un hada a quien aquél
había mandado a llamar.
-¿Sabes por qué te he llamado? –le preguntó el rey. –Sí, majestad
–contestó el hada-; sé que el mal que aqueja a tu pequeña hija, es la
mayor de tus preocupaciones. Por eso, y porque creo tener el remedio
que ha de curarla, me he apresurado en acudir a tu llamada. Para que
la princesita recobre la salud y la belleza, es necesario que coma una
manzana.
Deseando el rey hallar cuanto antes el fácil remedio, hizo anunciar
en todo el reino que quien le presentara la manzana que habría de curar a
su hija, se casaría con ella, y llegaría con el tiempo a ser el rey del país.
Rápida como el viento corrió la noticia. Encumbrados nobles
y humildes vasallos pusiéronse con el mismo empeño a buscar el maravilloso fruto. Y entre estos últimos, un buen campesino, padre de tres
hijos, creyó prudente conversar con ellos acerca del caso. Reuniéndolos
una tarde después de terminar sus tareas, se dirigió al mayor en estos
términos:
-Carlos, sabes que el manzano que tenemos en el jardín da unos
frutos hermosísimos que provocan la envidia de cuantos los ven. Es
necesario que procures recoger la mayor cantidad posible, que los pongas
en una cesta y se los lleves a nuestro rey. Quizá al comerlos recobre la
princesita la salud, y entonces te cases con ella.
Cumpliendo el mandato de su padre, Carlos llenó la cesta con las
más hermosas manzanas del jardín y se puso en marcha en dirección al
palacio. Iba distraído, y por eso sólo alcanzó a ver a un pequeño enanito
de barba larga y blanca cuando estuvo junto a él. El hombrecillo, que
observaba con curiosidad al muchacho, al tiempo que le hacía un ademán
para que se detuviera, le dijo con su voz suave y agradable:
-¿Qué llevas en esa cesta, muchacho?
Carlos que le gustaba burlarse del prójimo, le respondió sonriendo:
-Llevo patas de rana, buen hombre.
-Pues si patas de rana son, patas de rana seguirán siendo –exclamó
el enanito elevando la voz y desapareciendo seguidamente.
Sin dar importancia al pequeño incidente, reanudó el muchacho
su camino. Y cuando llegó al palacio y anunció que llevaba las manzanas
que habrían de curar a la princesita, fue recibido por el propio monarca,
que acudió presuroso. Pero cuando vio que en lugar de los esperados
frutos llevaba una enorme cantidad de patas de rana que se movían sin
cesar, el rey exclamó montando en cólera:
-¡Vete inmediatamente del palacio si no quieres que te hagas
castigar por haberte querido burlar de la enfermedad de mi pobre hija...
Sin poder explicarse el misterio de la transformación, Carlos no
se hizo repetir la orden. Apresuró el paso y no tardó en llegar a su casa.
Ya ante su padre, explicóle detalladamente lo que le había sucedido, y el
pobre campesino, tan sorprendido como su hijo, pero seguro de que su
informalidad tendría mucho que ver con lo sucedido, llamó a otro de los
muchachos, al segundo, y le dijo:
-Marcos, es necesario que tú también pruebes suerte. Vete, pues, al
jardín, recoge todas las manzanas que puedas y llévalas al palacio.
Como anteriormente su hermano. Marcos cumplió al pie de la
letra las indicaciones de su padre. Cuando tuvo la cesta llena de sabrosos
frutos, se puso en camino. Y fue también en la mitad del trayecto,
cuando, al volver un recodo, se encontró de manos a boca con el mismo
hombrecillo de la larga barba.
-¿Qué llevas en esa cesta, muchacho? –tomó a preguntar el enanito.
Y como Marcos era también poco formal, viendo la oportunidad de
burlarse de su interlocutor, le respondió:
-Llevo tocino, buen hombre.
-Pues si llevas tocino, tocino seguirá siendo –exclamó disgustado el
misterioso personaje, desapareciendo.
Mientras una sonrisa de burla asomaba a sus labios, reanudó
Marcos la marcha, presentándose poco después ante la puerta del palacio.
Un centinela se negó a franquearle el paso, diciéndole que parecía tan
embustero como el que anteriormente había llevado las patas de rana.
-¡No soy ningún embustero! –gritó Marcos enojado- y no son
patas de rana lo que traigo, sino las manzanas que habrán de curar a la
princesita.
Como los gritos del muchacho fueron escuchados por el rey, se presentó éste para enterarse de lo que sucedía. Y cuando Marcos le hubo
explicado el porqué de su enojo, el monarca ordenó al soldado que abriera
la cesta. Pero su cólera no tuvo límite al ver que en lugar de las esperadas
manzanas sólo se veían trozos de tocino. Y para que en lo sucesivo nadie
se atreviera a pretender engañarlo, ordenó que se le diera a Marcos una
tanda de palos.
Maltrecho, sin la cesta, y sorprendido por el misterioso cambio que
había sufrido la fruta, regresó Marcos a su casa y contó a su padre cuanto
le sucediera.
El campesino, más extrañado aún que la primera vez, creía no
poder dar con la persona que llevara sus manzanas al palacio, pero
entonces se presentó ante él el menor de sus hijos, cuyo nombre era Juan.
-Padre –le dijo el muchacho-, quiero intentar suerte yo también. ¿No
te opones a que lo haga?
Con aire preocupado, sin poder olvidar lo que le había ocurrido a
Carlos, primero, y a Marcos, después, el campesino le respondió:
-Haz lo que quieras, muchacho; pero ya sabes lo que les ha
sucedido a tus hermanos. Además –agregó, las más hermosas manzanas
han sido recogidas por ellos, y por otra parte no te creo lo suficientemente
listo para llevar a buen fin tus propósitos.
La verdad es que Juan ignoraba lo que les había sucedido a sus
hermanos, y como era prudente y no quería dejar nada librado al azar,
creyó conveniente hablar con Carlos y Marcos para estar enterado de todo.
Se dirigió primero a la habitación del mayor, a quien encontró
pensativo y con cara de pocos amigos. Las primeras preguntas que le
formuló quedaron sin respuesta, pero como sabía que sus hermanos
siempre procedían de igual manera con él, insistió varias veces.
¿Qué es lo que quieres saber? –le preguntó al cabo Carlos, sin
ocultar que estaba molesto.
-Lo que te ha sucedido en el palacio –replicó el muchacho.
-Pues si quieres saberlo, pierdes el tiempo preguntándome a mí
–respondió el mayor de los hermanos-. Reúne unas cuantas manzanas
en la cesta y llévaselas al rey. Entonces podrás darte por enterado. ¡Ahora
déjame en paz!
Nada agregó Carlos a lo dicho y Juan debió retirarse sin haber
podido enterarse de la causa de su enojo.
-Veré si Marcos quiere decirme algo –se dijo, dirigiéndose a la
habitación del otro hermano.
Pero Marcos, a quien encontró en cama, quejándose de los golpes
recibidos, tampoco parecía dispuesto a decirle nada. Las preguntas que le
hizo obtuvieron por respuesta quejidos de dolor. Y cuando ya se disponía
a retirarse de la habitación oyó que su hermano, que había advertido su
presencia, decía:
Anda al palacio si deseas saber qué me ha sucedido. Anda, que al
cabo te verás como yo...
Como las palabras de Marcos nada le aclaraban, Juan optó
por probar suerte y esperar los acontecimientos. Pero antes fue a ver
nuevamente a su padre.
-Ya que han fracasado mis hermanos, déjame intentarlo-le pidió el
muchacho.
Y como su insistencia fue mucha, el padre creyó prudente decirle:
-Inténtalo ya que lo deseas; y que Dios te ayude. Pero no vengas
luego a lamentarte si el rey te muele a palos las costillas.
-Nada temas –exclamó Juan alegremente-, y en muestra de
agradecimiento, cuando sea rey, te regalaré un hermoso palacio.
-¡Pobre hijo mío –pensó el campesino-; Eso me demuestra que su
tontería es incurable.
Como era noche ya, Juan decidió partir al día siguiente.
Se acostó y pronto quedó profundamente dormido. Y en sueños se
veía sentado en un magnífico trono adornado de oro y piedras preciosas,
cubierto con un magnífico manto de púrpura y con una hermosa corona
de marfil sobre la cabeza; pero al mismo tiempo, veía también en sueños
desfilar ante él a los pobres más pobres del reino, a quienes ayudaba
regalándoles ropas y manjares.
A la mañana siguiente, muy temprano, se dirigió al jardín, llenó una
cesta con las mejores manzanas que encontró, y sin perder un instante se
encaminó al palacio.
Al volver un recodo del camino, se encontró Juan con el mismo
enano que detuviera a sus hermanos; el hombrecillo preguntó por tercera
vez:
-¿Qué llevas en esa cesta, muchacho?
-En esta cesta llevo las manzanas que harán que la princesa recobre
la salud.
-Pues si llevas las manzanas que devolverán la salud a la princesa,
las mismas manzanas continuarán siendo –agregó el enano.
No alcanzando a comprender el significado de las palabras del
misterioso personaje, reanudó Juan la marcha y llegó al palacio. Sin
dejarle entrar, el soldado que se hallaba junto a la puerta creyó prudente
decirle:
-Escucha: no creo que te convenga ver al rey para ofrecerle el remedio que dices traer en esa cesta, Tan disgustado se encuentra, que
nada me extrañaría que te hiciera meter en un calabozo por el resto de tu
vida.
-Lo que yo traigo –replicó Juan-, es realmente el remedio.
-Lo mismo dijeron dos redomados pillos que vinieron antes que tú.
-Pues es que yo no soy un pillo –agregó el muchacho, sin molestarse
por las palabras del soldado.
Y como de nada valieron las razones que le daban, Juan terminó
por llegar a la presencia del monarca.
-¿Qué es lo que traes? –le preguntó el rey, haciendo un gesto poco
amistoso.
-Las manzanas que han de curar a tu hija –contestó Juan sin
titubear.
-¿No tratas de engañarme? ¡Mira que en ese caso habrás de
arrepentirte!
Sea porque el muchacho le inspirara confianza o porque la
enfermedad de su hija hacía que no temiera el probar una vez más, el
monarca no aguardó a que el muchacho respondiera. Se acercó a la cesta
y la destapó.
Al ver las hermosas y sonrosadas manzanas, cambió su gesto agrio
por una sonrisa. Después, llamando a su hija, le presentó los frutos.
Como por arte de encantamiento, sólo con ver las manzanas, la
princesita recobró al instante sus hermosos colores y su salud. Y llorando
de alegría arrojóse en los brazos de su padre.
Inútil es tratar de describrir el regocijo de la corte. El rey, lleno de
gozo, no sabía cómo demostrar la dicha que experimentaba. Sin embargo,
al recordar que había prometido dar su hija por esposa al que la curara,
fijándose en la poca gracia del campesino que habría de tener por yerno,
frunció las cejas con preocupación. La propia princesita se estremeció sólo
de pensar en unirse en matrimonio con el rústico campesino que tenía
ante ella.
Para dar término a la enojosa situación, y a fin de no quedar ante
sus súbditos como un monarca informal el rey se dirigió a Juan con estas
palabras:
-No habré de negarte la mano de mi hija porque he comprometido
mi palabra; sin embargo, antes de casarte con ella deberás llevar a cabo
una empresa que voy a proponerte: Como a mi hija le gusta mucho
embarcarse y no quiero verla expuesta a los peligros que tal cosa puede
acarrearle, deseo que le proporciones una barca que lo mismo marche por
la tierra que por el agua.
Juan abandonó el palacio mucho más preocupado. Y como creyó
imposible lograr lo que se le había pedido, marchó a su casa y le contó a su
padre lo sucedido.
-¿No te lo advertí que todo te resultaría muy difícil? –le dijo el
campesino-. Sin duda, el rey se ha dado cuenta de que eres un tonto que
no mereces ser su yerno.
Preocupado por el fracaso, Juan se acostó y no tardó en quedar
profundamente dormido. Al día siguiente, ya recobrado su optimismo y
buen humor, tomó un hacha y otras herramientas de carpintero, se dirigió
a un bosque cercano y se dispuso a fabricar la barca.
Cuando más entretenido se hallaba en su tarea, presentóse ante él
el enanito de la barba blanca, que le preguntó:
-¿Qué haces, muchacho?
-Una barca que lo mismo pueda ir por tierra que por agua
–respondió Juan.
-Pues esa barca será lo que estás haciendo –dijo el hombrecillo al mismo tiempo que desaparecía.
Cuando Juan terminó la barca, metióse en ella y se puso
a remar; y, ¡Oh maravilla!, la barca se deslizó por el camino como si
se tratara del más tranquilo de los lagos. De esa manera, no tardó en
presentarse ante el palacio, donde hizo anunciar al monarca que había
cumplido su deseo.
Si bien admirado de la obra del muchacho, el soberano pensó
nuevamente en la manera de evitar el casamiento de su hija con él.
-Veo que eres ingenioso –le dijo-, y por eso mismo desearía que me
hicieses otro gran favor. Tiene mi hija cien conejos blancos que viven en
nuestros jardines. Si quieres casarte con ella, deberás reunirlos todos antes
de que caiga la noche. En caso contrario, es decir, si te falta uno solo de los
conejos, perderás todos tus derechos.
Teniendo en cuenta que la noche estaba próxima y que la tarea que
le encomendaba el rey no era nada fácil, Juan se encaminó rápidamente
a los jardines del palacio para comenzar la caza. Pero los conejos, además
de ser numerosos corrían y saltaban como demonios en cuanto el
muchacho extendía el brazo. Casi extenuado ya, disponíase a desistir de
sus propósitos y a renunciar a la mano de la princesa, cuando nuevamente
apareció ante él el enanito.
-¿Qué quieres hacer, muchacho? –le preguntó.
-Algo que me parece poco menos que imposible, buen hombre
–contestó Juan haciendo un gesto de desaliento-; debo reunir, antes que
llegue la noche, los cien conejos de la princesa.
-Pues nada más fácil –le dijo en hombrecillo-; toma este silbato y
sopla por él. Ya verás, cómo al instante se reúnen todos los conejos, sin que
falte ninguno.
En efecto, en cuanto el muchacho comenzó a soplar, empezaron
a rodearle los conejos. Pero al contarlos, notó que faltaba uno. Era que el rey, temiendo que llevara a cabo la empresa, a pesar de comprender
lo difícil que era, ordenó a uno de sus guardias que apresara a uno de los
animales. Pero como el muchacho se puso a soplar con toda la fuerza de
sus pulmones, el conejito prisionero, atraído por el sonido, escapó de las
manos de su captor y se unió al grupo.
Poco antes de que llegara la noche, Juan se presentó en el palacio
seguido de los cien conejos. Y como nuevamente el rey se dio cuenta de lo
mal que quedaría si dejaba cumplir lo que había prometido al campesino,
pensó algo más difícil de hacer y después le dijo:
-He resuelto que sean tres pruebas las que hagas antes de casarte
con mi hija; por consiguiente, aún te falta una. Desde luego, si la cumples,
no habré de oponerme. Consiste tal prueba en que me traigas una pluma
del pájaro grifo. Sabía que el pájaro grifo era una extraña y terrible ave,
mitad águila y mitad león, que vivía en unas elevadas montañas de una
comarca distante. Sin embargo, animado por el éxito de sus empresas
anteriores se dispuso a llevar a cabo la última que se le pedía.
Sin saber realmente hacia dónde dirigirse, en marcha se puso Juan.
Al cabo de algunos días de camino, como se encontraba tan desorientado
como al principio, sentóse sobre una piedra sin ánimo para proseguir.
Entonces se presentó ante él una vez más el hombrecillo.
-¿Qué tienes muchacho? –le preguntó.
Juan le explicó brevemente la razón de su desaliento, y entonces el
enanito le indicó la manera de dar con el pájaro y la forma de quitarle una
pluma.
Recobrada la confianza, se encaminó Juan hacia un magnífico
palacio cuyas torres se divisaban por encima de los frondosos árboles
de un bosque. Ya en él, como el dueño le preguntó a qué iba, díjole el
muchacho: -Sólo deseo pasar la noche en este lugar; es peligroso permanecer
en el bosque. Mañana por la mañana, muy temprano, debo reanudar la
marcha para cumplir la orden de mi rey.
-¿Puede saberse en qué consiste esa orden? –le preguntó el
caballero.
-En encontrar al pájaro Grifo y quitarle una pluma.
-Difícil empresa, por cierto –dijo el hombre-. Ese extraordinario
animal sabe todo lo que pasa en la tierra. Si tienes la suerte de dar con él,
pregúntale dónde se encuentra la llave encantada que se ha extraviado en
mi palacio y que servía para abrir las arcas que contienen los tesoros de mi
abuelo.
Prometióle el muchacho hacer cuanto estuviera a su alcance y al día
siguiente reanudó su marcha. Pero nuevamente le sorprendió la noche sin
haber logrado su objeto.
Juan se dirigió a otro palacio que halló a su paso, y también
solicitó permiso para pasar en él la noche. Su huésped deseó saber, como
el anterior, el motivo que llevaba al muchacho a atravesar aquellas
comarcas.
-Voy en busca del Pájaro Grifo –le explicó Juan. Entonces el caballero
quiso a su vez pedirle un favor.
-Sé que ese extraño animal, que se halla oculto a la mirada de los
hombres –le dijo-, tiene en su poder los remedios maravillosos que podrían
curar a mi hijo. Te ruego encarecidamente que si tienes la suerte de dar con
él, me procures ese remedio.
Por segunda vez prometió Juan hacer cuanto estuviera a su
alcance. Y a la mañana siguiente se puso nuevamente en camino.
Varias horas de marcha llevaba cuando se encontró junto a la
orilla de un río. Al ver allí a un anciano barquero sentado en su barca, le pidió que lo trasladara a la otra margen. Accedió el anciano, y durante la
travesía le preguntó dónde se encaminaba; contestóle el muchacho que
iba en busca del pájaro Grifo.
-Pues si tienes la suerte de dar con él –dijo el barquero-., mucho te
agradeceré le preguntes por qué desde hace varios años no puedo salir de
esta barca, viéndome obligado a permanecer en ella sin abandonarla ni
un momento.
Prometió hacer Juan todo lo posible por satisfacerlo, y después de
despedirse del anciano, continuó su camino.
Al cabo de varios días llegó a una extraña vivienda semioculta por
las rocas. Por el aspecto que ofrecía se dio cuenta de que en ella vivía la
extraordinaria ave que buscaba. Golpeó en la puerta y salió a recibirle un
hada que le preguntó cuál era el motivo de su visita.
Buena mujer –le dijo el muchacho-; vengo en busca del pájaro Grifo,
al que tengo que arrancarle una pluma para poder casarme con una
princesa.
Al escuchar las palabras del muchacho el hada lo miró sorprendida.
-¿No sabes –le preguntó- que el pájaro Grifo odia a muerte a los
hombres y los devora?
Como el muchacho permanecía callado, la mujer continuó:
-Pareces un buen muchacho y quiero hacer algo en tu favor.
Escóndete detrás de esos cajones, y esta noche, cuando el pájaro Grifo
duerma, te avisaré para que sin hacer ruido puedas arrancarle la
pluma que necesitas. En cuanto a las preguntas que debes formularle
para satisfacer los deseos de quienes te ayudaron en el camino, no
te preocupes: yo se las dirigiré de modo que tú puedas escuchar las
respuestas.
Juan se ocultó convenientemente; al obscurecer, oyó un ruido fuera de la cueva y poco después una voz ronca desagradable. Era el pájaro
Grifo, que ya antes de entrar exclamaba:
-¡Huele a carne de persona en esta casa!
-No es extraño –le respondió el hada tratando de calmarlo-; esta
tarde vino hasta aquí un viajero que se había perdido en el bosque, pero
que ya debe hallarse bastante lejos; en cuanto supo que ésta era tu casa,
escapó sin volver la cabeza.
Satisfecho con la explicación del hada, el pájaro Grifo, después
de haber devorado rápidamente los alimentos que aquélla le había
preparado, se acostó y no tardó en quedarse dormido. Entonces, a una
indicación del hada, se aproximó Juan caminando suavemente, se
dirigió al extraño pajarraco, arrancó de un tirón una pluma de la cola y
apresuradamente se ocultó de nuevo.
El muchacho procuró hacer todo esto rápidamente, pero, pese a su
presteza, el ave se despertó muy disgustada,
-¡Sigue oliéndome a carne de persona, y hasta diría que alguien me
ha tocado! –exclamó volviendo la cabeza a todos lados.
-No es fácil que sea así –replicó el hada-, acaso haya sido yo misma,
pues como deseaba hacerte algunas preguntas, me estaba paseando
nerviosamente.
-Pues hazlas cuanto antes, porque tengo que descansar –replicó el
ave.
-Escucha, pues: deseo saber dónde se encuentra la llave que abre el
arca de los tesoros de un castillo que está a doscientas leguas de aquí.
El pájaro Grifo sonrió burlonamente al tiempo que respondía:
-Esa llave se encuentra entre unas matas que crecen junto a la
puerta que da al bosque del mismo castillo.
-También quería saber –agregó el hada-, si hay algún remedio que pueda curar al hijo del dueño de otro castillo que se halla a quinientas
leguas de aquí.
-¡Pues claro que sí!. Ese remedio se encuentra en el vigésimo escalón
de una cueva habitada por un topo; es una sortija mágica que sanaría al
instante al niño enfermo si se la pusiese en un dedo.
-Respóndeme la última pregunta y te dejaré tranquilo –dijo
entonces el hada:
¿Sabes por qué el barquero del gran río no puede abandonar el
bote?
-Simplemente porque no se le ocurre poner los remos en las
manos de uno de los que pasan el río; si lo hiciese, el que los tocara sería
condenado a hacer ese trabajo y se encontraría en igual situación hasta
que otra mano se apoderara de los remos. Déjame ahora, que quiero
dormir, ya sabes que mi trabajo es sumamente cansador.
A la mañana siguiente, cuando el pájaro Grifo abandonó la cueva,
Juan dejó su escondrijo. Dio las gracias al hada que le había ayudado,
y procurando retener en la memoria las respuestas del extraordinario
pájaro, se puso en camino.
Cuando llegó a la orilla del río y subió a la barca, el viejo barquero le
preguntó con ansiedad si sabía la causa de su pesado trabajo, pero Juan
se guardó muy bien de responderle antes de llegar a la otra margen.
-Soló podrás librarte poniendo los remos en las manos del primero
que acierte a pasar en tu barca –le dijo después, al tiempo que se alejaba.
Varios días después, llegó el muchacho al segundo de los castillos
que había visitado en su viaje de ida. Y presentándose al dueño, le explicó
dónde y cómo encontraría el remedio para curar a su hijo.
En efecto, el caballero siguió al pie de la letra las indicaciones del
pájaro Grifo, y el joven enfermo no tardó en hallarse rebosante de salud. 
Cuando llegó al primer castillo, le explicó a su dueño el modo
de encontrar la llave del arca. Y el huésped, al verse dueño de una
considerable fortuna, llenó los bolsillos del muchacho de piedras preciosas
y de costosas joyas, en muestra de agradecimiento.
En condiciones ya de encaminarse directamente a su destino, apuró
Juan la marcha y llegó al palacio. Y cuando el rey vio que, no solamente
llevaba en su poder la pluma del pájaro Grifo sino que era dueño de un
gran tesoro, no se opuso ya a que se casara con su hija.
Sin embargo, impulsado por la codicia, quiso saber el monarca
dónde había logrado tales riquezas, y como su insistencia llegó a hacerse
pesada, el muchacho le mintió diciéndole que era un regalo de la
extraordinaria ave. El rey se puso entonces en camino hacia la cueva de
aquélla, y cuando llegó a la margen del río y subió en la barca, el barquero
le dio los remos y escapó inmediatamente, dejando al viajero condenado a
empuñarlos.
Mientras tanto Juan, que en ausencia del monarca había ocupado
el trono, no se olvidó de su padre ni de sus hermanos, a quienes rodeó de
toda clase de comodidades y riquezas. Y dos años después, creyendo bien
castigada la codicia del padre de su esposa, le dijo a un pillo redomado
que si iba a sacarle los remos de la mano, se enriquecería de inmediato.
Afanóse el mal hombre por hacerlo cuanto antes, y al mismo tiempo que
quedaba él prisionero, recobró el monarca su libertad.
De esta manera pudo regresar junto a su hija y su yerno, a quien
dejó continuar en el trono como premio a su sabiduría y honradez. Y la
princesita que al principio creyera al muchacho algo tonto, no tardó en
convencerse de que era el más bueno de los reyes de su época.

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